martes, 1 de abril de 2014

CUENTOS DE SAKI

CUENTOS DE SAKI 
Chicos lean  y peguen los cuentos en sus carpetas, para trabajar luego en clase 

La reticencia de Lady Anne 

Egbert entró a la amplia y oscura sala como quien no está seguro si está entrando a un palomar o a una fábrica de bombas, pero que está preparado para cualquiera de las dos eventualidades. La habitual discusión doméstica a la hora del almuerzo no había tocado su fin, y la cuestión era saber hasta qué punto Lady Anne deseaba reanudar las hostilidades o renunciar a ellas. Su postura en el sillón junto a la mesa de té era casi elaboradamente rígida; en la penumbra de aquel atardecer de Diciembre, los lentes de Egbert no lo ayudaban a discernir la expresión de su rostro. A modo de intento de romper el hielo que pudiera flotar en la superficie, Egbert hizo un comentario sobre la mística luz que bañaba aquel instante. Tanto él como Lady Anne estaban acostumbrados a hacer esa observación entre las cuatro y media y las seis en las tardes de invierno y fines de otoño; era parte de su vida matrimonial. No había ninguna respuesta fija, y Lady Anne no dio ninguna. 

Don Tarquinio yacía tendido sobre la alfombra persa, gozando del calor de la chimenea con total indiferencia al posible mal humor de Lady Anne. Su pedigrí era tan inmaculadamente persa como el de la alfombra, y su pelaje ingresaba ya a la gloria de su segundo invierno. El sirviente, que tenía tendencias renacentistas, lo había bautizado Don Tarquino. Si hubiera sido por ellos, Egbert y Lady Anne lo hubieran llamado indefectiblemente Michifús, pero no eran obstinados. Egbert se sirvió una taza de té. Como el silencio no daba señales de romperse con iniciativa de Lady Anne, se dispuso a hacer otro esfuerzo. 

-Mi comentario durante el almuerzo tiene una aplicación puramente académica -anunció-. Tú pareces haberle dado un sentido personal innecesario... 

Lady Anne mantuvo su defensiva barrera de silencio. El pardillo llenó el intervalo con un aria de Ifigenia en Táuride. Egbert la reconoció de inmediato, porque era la única melodía que el pardillo silbaba, y había llegado a ellos con la reputación de hacerlo. Tanto Egbert como Lady Anne hubieran preferido algo de El alabardero del castillo, que era su ópera favorita. En materia artística, tenían gustos similares. Se inclinaban hacia el arte honesto y explícito; un cuadro, por ejemplo, que contara su historia con la generosa asistencia de un título. Un corcel sin jinete, con las guarniciones obviamente desarregladas, que entra a un patio lleno de mujeres desfallecientes, y que lleva el título “Malas Noticias” les sugiere sin dudas una catástrofe militar. Pueden comprender lo que significa y explicarlo a amigos de menor inteligencia. El silencio continuaba. Como regla general, el descontento de Lady Anne se volvía articulado y marcadamente locuaz después de cuatro minutos de silencio introductorio. Egbert tomó la jarra de leche y sirvió un poco en el platillo de Don Tarquino. Como el plato estaba lleno ya hasta el tope, una desagradable inundación fue el resultado. Don Tarquino la observó con sorprendido interés, que se transformó de a poco en elaborada indiferencia cuando Egbert le ordenó que bebiera lo que se había derramado. Don Tarquino estaba preparado para desempeñar muchos roles en la vida, pero el de aspiradora no era uno de ellos. 

-¿No crees que estamos comportándonos como unos tontos? -preguntó Egbert jovialmente. 
Si Lady Anne lo pensaba, no lo dijo. 
-La culpa ha sido en parte mía -continuó Egbert, con menor jovialidad-. Después de todo, soy un ser humano... Pero tú pareces olvidar que no soy más que un ser humano... 

Insistió en ese punto como si se hubiera sugerido infundadamente que su constitución se asemejaba a la de un sátiro, con prolongaciones cabrunas donde finalizaba lo humano. 
El pardillo recomenzó su aria de Ifigenia en Táuride. Egbert comenzó a deprimirse. Lady Anne no estaba bebiendo su té. Tal vez no se sentía del todo bien. Pero cuando Lady Anne no se sentía del todo bien, no solía mostrarse reticente al respecto. “Nadie sabe lo que me hacen sufrir las indigestiones” era una de sus frases favoritas, pero esa falta de conocimiento sólo podía deberse a la audición defectuosa de los demás, pues la cantidad de información disponible sobre el tema hubiera suministrado material suficiente para una monografía. Evidentemente, Lady Anne no se sentía bien. Egbert comenzó a pensar que no merecía el trato que estaba recibiendo. Naturalmente comenzó a hacer concesiones. 

-Me atrevería a decir -observó, moviéndose hacia el centro de la alfombra tanto como le permitió Don Tarquino- que la culpa fue mía. Deseo, si puedo hacer así que las cosas vuelvan a ser felices, emprender una vida mejor... 

Se preguntaba vagamente cómo sería posible hacer esto. En la edad madura, las tentaciones aparecían sin mayor insistencia, como un niño pobre que pide sus regalos de navidad en febrero por la simple razón de no haberlos recibido en diciembre. No tenía más intención de sucumbir a las tentaciones que la que tenía de adquirir los cuchillos de pescado y las estolas de piel que las damas se ven obligadas a sacrificar a través de las columnas de avisos durante doce meses al año. Sin embargo, había algo impresionante en su voluntaria renuncia a posibles enormidades latentes. Lady Anne no dio señales de estar impresionada. 
Egbert la miró nervioso a través de sus anteojos. Llevar la peor parte de una discusión con ella no era experiencia nueva. Llevar la peor parte de un monólogo era una novedad humillante. 

-Debo ir a vestirme para la cena -anunció en un tono en el que intentó poner alguna sombra de severidad. Antes de cerrar la puerta, un acceso final de debilidad lo impulsó a hacer un nuevo intento: 
-¿No estamos comportándonos como unos tontos? 
-Como un tonto, sí -fue el comentario mental de Don Tarquino al cerrarse la puerta detrás de Egbert. Luego levantó en el aire sus patas aterciopeladas y saltó suavemente sobre un estante de libros inmediatamente inferior a la jaula del pardillo. Era la primera vez que parecía notar la existencia del pájaro, pero estaba llevando a cabo un plan de acción largamente meditado. El pardillo, que se había creído una especie de déspota, se encogió de repente hasta casi la tercera parte de su tamaño normal, para sucumbir luego con un inútil aleteo y estridentes chillidos. Había costado 27 chelines sin la jaula, pero Lady Anne no dio señales de intervenir. Hacía dos horas que estaba muerta. 

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El ratón 

Teodoro Voler había sido criado, desde la infancia hasta los confines de la madurez, por una madre afectuosa cuya mayor preocupación era mantenerlo a raya de lo que solía llamar “realidades ordinarias de la vida”. Cuando la dama pasó a mejor vida, Teodoro quedó solo en un mundo mucho más real, y en buena medida más ordinario que lo necesario. 
Para un hombre de su temperamento y educación, hasta un simple viaje en tren estaba lleno de pequeñas molestias y discordias, y cuando subió a un compartimento de segunda clase una mañana de septiembre, experimentó sentimientos perturbadores y una descompostura mental general. Se había hospedado en un iglesia de campo, cuyos habitantes no habían sido, por cierto, brutales ni bacanales, pero la supervisión que ejercían sobre el personal doméstico era de una laxitud que llama al desastre. El carruaje que debía llevarlo a la estación jamás fue aprontado, y cuando el momento de partir se acercó, el paje que debía aparecer con dicho artículo no estaba en ninguna parte. Ante tal emergencia, y para su mudo disgusto, Teodoro se vio forzado a colaborar con la hija del cura en la tarea de enjaezar un pony, para lo que fue necesario andar a tientas en un cobertizo mal iluminado al que llamaban establo, y que realmente olía a tal (excepto en algunos sectores, donde tenía aroma a ratones). 

Sin llegar a temerles, Teodoro clasificaba a los ratones dentro de los incidentes más ordinarios de la vida, y creía que la Providencia, con un pequeño ejercicio de coraje moral, debería haber reconocido que no eran indispensables y retirarlos de circulación hace mucho tiempo ya. Al echar a andar el tren, la imaginación de Teodoro lo acusaba de despedir un ligero aroma a establo, y posiblemente mostrar una o dos horrendas pajillas en su atuendo siempre cepillado. Afortunadamente, su única compañera de compartimento, una dama de aproximadamente su misma edad, parecía más bien inclinada al descanso que al escrutinio. El tren no se detendría hasta alcanzar la terminal, casi una hora más tarde, y el vagón era de aquellos antiguos, sin comunicación por medio de corredores, por lo que ningún otro compañero de viaje iba a entrometerse en la semi-privacidad de Teodoro. 
Sin embargo, cuando el tren no había alcanzado aún su velocidad normal, Teodoro se percató de pronto de que no estaba solo con la soñolienta mujer: ¡Ni siquiera estaba solo en la comodidad de sus propios atuendos! Un movimiento tibio de algo que se arrastraba sobre su piel delató la molesta presencia, invisible pero conmovedora, de un ratón que evidentemente había ganado su actual refugio durante el episodio de preparación del pony. Furtivos pataleos y movimientos violentos con su pierna, sumados a numerosos pellizcos y golpes con la mano, no lograron desalojar al intruso, cuyo lema, para colmo, parecía ser "hasta la cima, siempre!". El legítimo dueño de los pantalones se reclinó contra los cojines y se empeñó en desarrollar algún medio de poner fin a la posesión compartida. Era imposible continuar por espacio de una hora en el papel de casa de juguetes para ratones errantes (ya su imaginación había, por lo menos, duplicado el número de los invasores). Por otra parte, nada menos drástico que un desnudo parcial ayudaría a deshacerse de su atormentador, y desvestirse en presencia de una dama, aunque fuera por un propósito tan loable, era una idea que le hacía poner las orejas coloradas de vergüenza. Nunca había sido capaz siquiera de exponerse sin zapatos en presencia del sexo débil. 

Sin embargo, la dama en este caso estaba, sin lugar a dudas, profundamente dormida. 
El ratón, por su parte, parecía tratar de alcanzar la cima de su montaña en pocos minutos. Si hay algo de cierto en la teoría de la transmigración, este ratón en particular había sido miembro del club de alpinistas en otra vida. Por momentos, ante su ansiedad, perdía pie y se despeñaba algunos centímetros y entonces, presa del miedo, o probablemente del mal humor, lo mordía. Teodoro se encontraba ante la más audaz empresa de su vida. Adquiriendo el matiz de una remolacha, y manteniendo una desesperada vigilia a su soñolienta compañera, fijó silenciosamente los extremos de su manta de viaje a las rejillas a ambos lados del vagón, para que una sustancial cortina colgara a través del compartimento, dividiéndolo en dos. En el angosto vestidor improvisado, procedió con prisa a quitar (parcialmente para él, y totalmente para el ratón) el revestimiento de tweed y semilana. Cuando el desenmarañado animal brincó hacia el piso, la manta zafó de sus ataduras y también se precipitó con un pequeño estruendo, y casi simultáneamente la desvelada mujer abrió los ojos. Con un movimiento casi tan rápido como el del ratón, Teodoro se arrojó sobre la manta, y estiró su superficie a la altura del mentón, cubriéndose todo el cuerpo, mientras se desplomaba en la esquina más lejana del vagón. La sangre fluyó y latió en las venas de su cuello y su frente, mientras esperaba paralizado que la dama hiciera sonar la campana de alarma. Ella, sin embargo, se contentó con una silenciosa mirada en dirección a su compañero. Teodoro se preguntaba cuánto habría visto la mujer, y en todo caso qué diablos pensaría de su actual postura. 

-Creo que he cogido un resfriado -arriesgó, desesperado. 
-Es una pena -replicó ella-. Justo iba a pedirle que abriera esta ventana. 
-Creo que es la malaria -añadió, con los dientes castañeteando, tanto por miedo como por deseo de apoyar su teoría. 
-Tengo un poco de brandy en mi bolso. Si usted amablemente me lo puede alcanzar -propuso la compañera. 
-¡¡¡Ni soñ... Es decir: nunca tomo nada para el resfrío -aseguró él, honestamente. 
-Supongo que se lo pescó en el Trópico... 
Teodoro, cuyo conocimiento del Trópico se limitaba al regalo anual de una caja de té por parte de un tío que vivía en Ceilán, sintió que hasta la excusa de la malaria se le escurría. ¿Sería posible revelarle la verdad en pequeñas instancias? 
-¿Le teme usted a los ratones? -se aventuró, con el rostro que adquiría, si acaso fuera posible, un semblante de color aún más escarlata. 
-No. A menos que sean grandes cantidades, como los que devoraron al Obispo Hatto. ¿Por qué pregunta? 
-Hace un instante había uno que intentaba trepar dentro de mis pantalones -susurró Teodoro, con una voz que no parecía suya-. Fue una situación por demás incómoda. 
-Debió serlo, si es que usted usa pantalones ajustados -observó ella-. Pero los ratones tienen ideas extrañas sobre la comodidad. 
-Tuve que librarme de él mientras usted dormía -continuó Teodoro, tragando saliva-. Fue justamente intentando quitármelo de encima que quedé... en este estado... 
-No sabía que quitarse un pequeño ratón de encima causara un resfriado -exclamó ella, con una frialdad que Teodoro juzgó abominable. 

Evidentemente, la mujer había detectado su situación y disfrutaba con su confusión. Toda la sangre de su cuerpo parecía haberse concentrado en el rostro, y una agonía de humillación, peor que una miríada de ratones, subía y bajaba sobre su alma. Luego, al comenzar a reflexionar, el pánico reemplazó a la humillación. Con cada minuto que pasaba, el tren se acercaba a la atestada y bulliciosa terminal, donde docenas de ojos curiosos reemplazarían al único par paralizante que lo contemplaba desde el otro rincón del vagón. Había una remota y desesperada chance, que los siguientes minutos decidirían. Su compañera de viaje podía reasumir su bendito sueño. Pero al extinguirse los minutos, esa chance se evaporó. La furtiva mirada que Teodoro le prodigaba de cuando en cuando, revelaba sólo un desvelo continuo. 

-Creo que nos acercamos a la estación -observó ella. 

Teodoro ya había notado, con terror in-crescendo, los recurrentes grupejos de casuchas que proclamaban el final del viaje. Las palabras de la dama actuaron como señal. Cual animal acechado que escapa desesperado en busca de un refugio momentáneo, Teodoro se envolvió con la manta y luchó frenéticamente contra sus arrugados atavíos. Era consciente de las numerosas estaciones suburbanas que pasaban raudamente por la ventanilla, de una sensación de asfixia en su garganta y su corazón, y de un silencio sepulcral en aquel rincón al que no se atrevía a dirigir la mirada. Después, al hundirse nuevamente en su asiento, vestido ya, y a punto de enloquecer, el tren comenzó a detenerse lentamente. 
Al fin, la mujer habló: 

-¿Sería usted tan amable -dijo-, de buscar un paje que me ayude a subir a un taxi? Siento mucho molestarlo si no se siente bien, pero las estaciones de trenes son realmente un dolor de cabeza para una mujer ciega como yo. 

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Tiburcio 

Era un frío y lluvioso atardecer de Agosto; esa indefinida época del año en que las perdices se encuentran bajo protección y no hay nada que cazar, a menos que uno viva al sur del Canal de Bristol, en cuyo caso podría, lícitamente, ir tras robustos venados rojos. La casa de campo de Lady Blemley no quedaba al sur del Canal de Bristol, por eso la totalidad de sus huéspedes se habían reunido en torno a la mesa de té. Y, a pesar de la monotonía de la época y la trivialidad de la presente ocasión, el grupo no mostraba señales de la clase de impaciencia que nace de aguardar, cuanto más, un poco de música de la pianola o una partida de bridge. La franca y boquiabierta atención de la congregación entera se centraba en la personalidad gris de Cornelio Appin. De todos sus invitados, era el que había llegado a Lady Blemley con la reputación menos clara. Alguien había dicho que era “inteligente”, y había recibido su invitación ante la moderada expectativa de su anfitriona de que al menos alguna pizca de su inteligencia contribuyera al entretenimiento general. No obstante, hasta la hora del té, la dama no había sido capaz de discernir en qué dirección (si acaso lo hacía en alguna) se manifestaba dicha inteligencia. No era ni ingenioso ni buen jugador de croquet, ni poseía fuerzas hipnóticas ni era actor teatral. Tampoco su aspecto exterior sugería el tipo de hombre a quien las mujeres estuvieran dispuestas a perdonar una buena medida de deficiencia mental. Él mismo se había escondido tras un simple “Mister Appin” y el Cornelio parecía producto de un inocente chiste bautismal. ¡Y ahora estaba afirmando haber realizado un descubrimiento al lado del cual la invención de la pólvora, la imprenta y la máquina de vapor eran insignificantes fruslerías! La ciencia había hecho sorprendentes avances en muchas direcciones durante las recientes décadas, pero esto parecía pertenecer más al dominio de los milagros que al de los logros científicos. 

-¿Y realmente nos pide que creamos -decía Sir Wilfrid- que ha descubierto un método de instruir a los animales en el arte del habla humana, y que nuestro querido Tiburcio ha resultado su primer alumno exitoso? 
-Es un problema sobre el que he trabajado casi 17 años -respondió Mister Appin-. Pero sólo durante los últimos 8 o 9 meses he sido recompensado con chispazos de éxito. Por supuesto, he experimentado con cientos de animales, pero últimamente sólo con gatos, esas estupendas criaturas que se han asimilado tan maravillosamente a nuestra civilización y al mismo tiempo retenido sus instintos feroces altamente desarrollados. De vez en cuando, uno encuentra entre los gatos algún intelecto superior sobresaliente, igual que sucede entre los seres humanos. Y cuando tuve el gusto de conocer a Tiburcio hace una semana, comprendí al instante que estaba en contacto con un "super-gato" de inteligencia extraordinaria. Había avanzado mucho en mis recientes experimentos... Con Tiburcio, he alcanzado mi objetivo. 

Mister Appin concluyó su extraordinaria declaración esforzándose para que su voz soltara una inflexión triunfante. Nadie dijo “tonterías”, aunque los labios de Clovis se movieron en una extraña contorsión que probablemente invocara esas cuatro sílabas de incredulidad. 

-¿Y usted está diciendo -preguntó Miss Resker, luego de una breve pausa-, que le ha enseñado a Tiburcio a decir y comprender oraciones simples de una sola sílaba? 
-Estimada Miss Resker -respondió pacientemente el hacedor de milagros-, uno les enseña así, por etapas, a niños pequeños y a salvajes, también a adultos atrasados... Pero una vez resuelto el problema de dar el paso inicial con un animal de inteligencia altamente desarrollada, no se necesita de tales métodos vacilantes. ¡Tiburcio puede hablar nuestro idioma con perfecta corrección! 

Esta vez Clovis dijo, muy claramente, ¡"super-tonterías"! Sir Wilfrid fue más educado, pero igualmente escéptico. 

-¿Por qué mejor no traemos al gato y juzgamos nosotros mismos? -sugirió Lady Blemley. 

Sir Wilfrid fue en busca del animal y los demás se acomodaron en sus lugares con la lánguida expectativa de ser testigos de algún ventrilocuismo de salón más o menos hábil. 
En menos de un minuto, Sir Wilfrid estaba de vuelta en la habitación, con el rostro indeciblemente pálido y los ojos dilatados de la conmoción. 
-¡Por Dios! ¡Es verdad! 
Su agitación era, indudablemente, genuina y los oyentes se sobresaltaron, invadidos por una enorme sensación de interés. Desplomándose sobre un sillón, Sir Wilfrid continuó, casi sin voz: 
-Lo encontré dormitando en el cuarto de fumar y lo llamé para tomar su té. Me miró, con su típica mirada indiferente, y entonces insistí: "Vamos, Tibu, no nos hagas esperar", y ¡por Dios!, con la más horriblemente natural de las voces, me respondió "que vendría cuando le diera la regalada gana". ¡Casi me caigo de espaldas! 

Appin había predicado para oyentes absolutamente incrédulos. La exposición de Sir Wilfrid produjo una sensación de convicción instantánea. Un babélico coro de exclamaciones de sorpresa se elevó entonces, en medio del cual el científico permanecía en su asiento, disfrutando en silencio de los primeros frutos de su estupendo descubrimiento. 
En medio del clamor, Tiburcio hizo su entrada a la habitación y marchó, con pasos de terciopelo y estudiada indiferencia, hacia el grupo sentado en torno a la mesa de té. Un repentino y gélido silencio de incomodidad se abatió sobre los presentes. De algún modo, parecía avergonzante dirigirse en iguales términos a un gato doméstico de reconocida habilidad dental. 
-¿Quieres un poco de leche, Tiburcio? -se atrevió a preguntar Lady Blemley, con la voz cargada de tensión. 
-Me da exactamente lo mismo... -fue la respuesta, articulada en un tono de suma indiferencia. 

Un escalofrío de excitación invadió a los oyentes y puede perdonarse a Lady Blemley por intentar llenar el platillo de leche de manera más que temblorosa. 
-Me temo que derramé bastante -se excusó. 
-Después de todo, no soy yo quien lavará la alfombra -fue la réplica de Tiburcio. 
Otro silencio se adueñó del grupo y fue Miss Resker, con su mejor manera, quien preguntó si el lenguaje humano había sido difícil de aprender. Tiburcio la contempló en silencio durante algunos segundos y, luego, clavó la mirada serenamente en la distancia. Era obvio que las preguntas tontas estaban fuera de su esquema de vida. 
-¿Qué piensas de la inteligencia humana? -preguntó Mavis Pekington, sin demasiada convicción. 
-¿De la de quién en particular? -replicó Tiburcio, fríamente. 
-Bueno... La mía, por ejemplo -dijo Mavis, con una risa débil. 
-Me pone en una posición realmente difícil -dijo Tiburcio, cuyo tono y actitud no sugerían, por cierto, ni una pizca de dificultad-. Cuando su invitación a esta fiesta fue sugerida, Sir Wilfrid protestó, arguyendo que usted era la mujer más estúpida que conocía y que existía una amplia diferencia entre la hospitalidad y el cuidado de los débiles mentales. Lady Blemley replicó que su falta de capacidad mental era, precisamente, la cualidad por la que había obtenido su invitación, ya que era la única persona lo suficientemente idiota como para comprar su viejo automóvil. Ese al que llaman “La envidia de Sísifo”, porque sube bastante bien la colina, siempre y cuando se lo empuje. 
Las protestas de Lady Blemley hubieran tenido mayor efecto si no hubiera sugerido a Mavis, esa misma mañana, que el auto en cuestión era el coche ideal para su hogar en Devonshire. 
El Mayor Barfield interrumpió con decisión, intentando efectuar una desviación. 
-¿Y qué me dices de tus andanzas con la gata parda del establo, eh? 
En cuanto lo hubo dicho, todos se percataron del grave error. 
-Normalmente, uno no discute estos asuntos en público -respondió Tiburcio, fríamente- De una ligera observación de su conducta desde que usted está en esta casa, debo imaginar que encontraría inconveniente si vuelco la conversación hacia sus propios asuntitos... 
El pánico que sobrevino a estas palabras no estaba circunscripto al Mayor… 
-¿No quieres ir a ver si la cocinera tiene lista tu cena? -sugirió apresuradamente Lady Blemley, fingiendo ignorar el hecho de que faltaban al menos dos horas para la hora de la cena de Tiburcio. 
-Gracias -dijo Tiburcio-. Pero acabo de tomar mi té... No quiero morir de indigestión. 
-Los gatos tienen siete vidas... -dijo Sir Wilfrid, cordialmente. 
-Posiblemente -respondió Tiburcio-. Pero sólo un hígado. 
-¡Adelaida! -gritó la señorita Cornett-. ¿Acaso quieres que este gato le cuente chismes sobre todos nosotros a los sirvientes? 

El pánico, en efecto, se había vuelto general. Una angosta balaustrada ornamental se extendía en frente de la mayoría de las ventanas de las habitaciones y todos recordaron, con consternación, que ese había sido el lugar de paseo predilecto de Tiburcio a cualquier hora del día, desde donde podía mirar las palomas (¡y sabe Dios qué más!). Si quisiera volverse memorioso en su actual tendencia a la franqueza, el efecto sería más que desconcertante. 
La señorita Cornett, que pasaba mucho tiempo en su tocador y tenía reputación de poseer actitudes nómadas, lucía tan molesta como el Mayor. Miss Scrawen, que escribía poesía erótica y llevaba una vida intachable, se esforzaba por no mostrar irritación; si eres metódico y virtuoso en privado no necesariamente quieres que todos lo sepan. El rostro de Bertie Van Tahn, tan depravado a los 17 años que hacía tiempo había dejado de tratar de ser peor, había adquirido un pálido tono blanco, pero no cometió el error de salir precipitadamente de la habitación como Odo Finsberry, un joven caballero que creían estaba estudiando para cura y a quien posiblemente le había perturbado la sola idea de imaginar los escándalos que podía llegar a oír sobre los demás. Clovis tuvo la serenidad suficiente para mantener su compostura exterior; interiormente estaba calculando cuánto tiempo le llevaría conseguir por correo una caja de ratones para utilizarlos como soborno. 
Incluso en una situación tan delicada, Agnes Resker no pudo soportar permanecer mucho tiempo en segundo plano. 
-¡¡¡Por qué tuve que venir aquí!!! -exclamó, dramáticamente. 
Tiburcio aceptó la apertura de inmediato. 
-A juzgar por lo que le contó ayer a la señorita Cornett en la cancha de croquet, la razón principal fue la comida. Describió a los Blemley como la gente más aburrida que conocía, pero dijo que eran lo suficientemente inteligentes como para emplear a una cocinera de primer nivel. De otra manera, difícilmente alguien querría visitarlos por segunda vez. 
-¡Nada de eso es cierto! Pregúntenle a la señorita Cornett... -exclamó la incómoda Agnes. 
-Luego -continuó Tiburcio-, la señorita Cornett repitió su comentario a Bertie Van Tahn, agregando que: "Esa mujer es una verdadera muerta de hambre. Sería capaz de hacer cualquier cosa por cuatro buenas comidas al día". A todo esto, Bertie Van Tahn respondió que... 

Gracias a Dios, en este punto la crónica cesó. Tiburcio había divisado al inmenso Tomás, de la rectoría, atravesando los arbustos para dirigirse hacia el establo. En un abrir y cerrar de ojos, se esfumó como un relámpago por la ventana. 
Con la desaparición de su brillante alumno, Cornelio Appin se vio acosado por un huracán de amargas censuras, ansiosas indagaciones y atemorizados ruegos. La responsabilidad de la situación era suya, y era él quien debía impedir que las cosas empeoraran. ¿Podía Tiburcio impartir su peligroso don a otros gatos?, fue la primera pregunta que tuvo que responder. Era posible -explicó- que pudiera haber iniciado a su íntima amiga, la gata del establo, en sus nuevas dotes, pero resultaba improbable que su enseñanza pudiera haberse extendido más allá. 

-Entonces -reflexionó la señorita Cornett-, a pesar de que Tiburcio sea un gato valioso y una gran mascota, estoy segura de que estarás de acuerdo, Adelaida, que tanto él como el gato del establo deben ser suprimidos sin demora... 
-No creerás que disfruté estos últimos quince minutos, ¿verdad? -bufó Lady Blemley, con amargura-. Mi marido y yo queremos mucho a Tiburcio (al menos, lo hacíamos antes de que este horrible don le fuera infundido). Pero ahora, por supuesto, lo único por hacer es sacrificarlo cuanto antes. 
-Podemos poner estricnina en las sobras que son su cena -dijo Sir Wilfrid-. Y yo mismo ahogaré a la gata del establo. Al cochero no le agradará perder a su mascota, pero le diré que un tipo de sarna muy contagioso ha atacado a ambos gatos y que tenemos miedo de que se propague a los perros de caza. 
-¡Pero mi gran descubrimiento! -protestó Mister Appin-. ¡Luego de tantos años de investigaciones y experimentos! 
-Si quiere puede experimentar con las ovejas de la granja, que están bajo adecuado control -dijo la señorita Cornett-, o con los elefantes del jardín zoológico. Dicen que son muy inteligentes y tienen esta ventaja: no andan arrastrándose por nuestros dormitorios ni por debajo de nuestras sillas... 

Un arcángel que proclama en éxtasis el Milenio y que descubre que la fecha coincide fatalmente con las regatas de Hemey y tendrá que posponerse indefinidamente, podría difícilmente haberse sentido más alicaído que Cornelio Appin ante la recepción de su maravilloso logro: A pesar de todo, la opinión pública estaba en su contra (de hecho, si se hubiera consultado sobre el tema a la voz general, es probable que una fuerte minoría de votos hubieran estado en favor de incluirlo a él también en la dieta de estricnina). 
El nervioso deseo de que el asunto se terminara de una buena vez impidió la inmediata partida de los invitados a la fiesta de campo, pero esa noche la cena no fue un éxito social. Sir Wilfrid había pasado un mal rato con la gata del establo y, posteriormente, con el cochero. Agnes Resker limitó su apetito a un pedazo de tostada seca que mordisqueó como si fuese un enemigo personal, mientras que Mavis Pellington guardó un rencoroso silencio durante toda la comida. Lady Blemley trató de mantener una buena cuota de lo que esperaba fuera conversación, pero su atención estaba fija en la puerta. Un plato de sobras de pescado, con pequeñas dosis de veneno aplicadas cuidadosamente, estaba listo sobre el aparador, pero tanto los platos dulces y los salados como el postre pasaron y no hubo señales de Tiburcio ni en el comedor ni en la cocina. 
La sepulcral cena fue alegre en comparación a la posterior vigilia en el cuarto de fumar. La comida y la bebida habían por lo menos suministrado una distracción y un amparo a la turbación reinante. Jugar al bridge estaba fuera de cuestión dentro de la tensión y el mal humor general y, luego de que Odo Finsberry ofreciera una lúgubre versión de "Melisenda en el bosque" a una frígida audiencia, la música fue tácitamente evitada. A las once, los sirvientes se fueron a dormir, anunciando que la pequeña ventana de la despensa había quedado abierta como de costumbre para uso privado de Tiburcio. Los invitados leyeron ininterrumpidamente toda la colección de revistas y, gradualmente, fueron a la biblioteca y arremetieron contra los volúmenes de Punch. Lady Blemley visitaba periódicamente la despensa, pero regresaba una y otra vez con una expresión triste que hacía superfluo todo cuestionamiento. 
A las dos en punto, Clovis rompió el silencio imperante: 
-No regresará esta noche. Probablemente en este preciso momento esté en la oficina del periódico local, dictando la primera entrega de sus memorias... 
Habiendo hecho su contribución a la alegría general, Clovis se fue a dormir. A largos intervalos, los demás huéspedes siguieron su ejemplo. 

Los sirvientes que sirvieron el té de la mañana hacían un anuncio uniforme en respuesta a una pregunta uniforme: Tiburcio no había regresado. 
El desayuno fue, incluso, una función más desagradable que la cena de la noche anterior. Pero, antes de su conclusión, la situación se alivió: El cadáver de Tiburcio fue recogido de entre los arbustos, donde un jardinero acababa de descubrirlo. Por las mordidas en su garganta y la piel amarilla que cubría sus garras, era evidente que había caído en combate desigual con el inmenso Tomás. 
Hacia mediodía, la mayoría de los invitados habían abandonado la casa y, luego del almuerzo, Lady Blemley había recuperado lo suficiente su ánimo para escribir una carta extremadamente antipática a la rectoría quejándose por la pérdida de su valiosa mascota. 

Tiburcio había sido el único alumno exitoso de Appin y estaría destinado a no tener sucesores. Unas pocas semanas más tarde, un elefante del jardín zoológico de Dresde, que no había mostrado ninguna señal previa de irritabilidad, saltó de su jaula y mató a un inglés que, aparentemente, había estado molestándolo. El apellido de la víctima fue reportado en los periódicos como “Oppin”, o “Eppelin”, pero su nombre era, con exactitud, Cornelio. 
-Si estaba tratando de enseñarle verbos irregulares en alemán a la pobre bestia... -sentenció Clovis- ...tuvo su merecido.


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