CUENTOS DE SAKI
Chicos lean y peguen los cuentos en sus carpetas, para trabajar luego en clase
La reticencia de Lady Anne
Egbert entró a la amplia y oscura sala como
quien no está seguro si está entrando a un palomar o a una fábrica de bombas,
pero que está preparado para cualquiera de las dos eventualidades. La habitual
discusión doméstica a la hora del almuerzo no había tocado su fin, y la
cuestión era saber hasta qué punto Lady Anne deseaba reanudar las hostilidades
o renunciar a ellas. Su postura en el sillón junto a la mesa de té era casi
elaboradamente rígida; en la penumbra de aquel atardecer de Diciembre, los
lentes de Egbert no lo ayudaban a discernir la expresión de su rostro. A modo
de intento de romper el hielo que pudiera flotar en la superficie, Egbert hizo
un comentario sobre la mística luz que bañaba aquel instante. Tanto él como
Lady Anne estaban acostumbrados a hacer esa observación entre las cuatro y
media y las seis en las tardes de invierno y fines de otoño; era parte de su
vida matrimonial. No había ninguna respuesta fija, y Lady Anne no dio ninguna.
Don Tarquinio yacía tendido sobre la alfombra
persa, gozando del calor de la chimenea con total indiferencia al posible mal
humor de Lady Anne. Su pedigrí era tan inmaculadamente persa como el de la
alfombra, y su pelaje ingresaba ya a la gloria de su segundo invierno. El
sirviente, que tenía tendencias renacentistas, lo había bautizado Don Tarquino.
Si hubiera sido por ellos, Egbert y Lady Anne lo hubieran llamado
indefectiblemente Michifús, pero no eran obstinados. Egbert se sirvió una taza
de té. Como el silencio no daba señales de romperse con iniciativa de Lady
Anne, se dispuso a hacer otro esfuerzo.
-Mi comentario durante el almuerzo tiene una
aplicación puramente académica -anunció-. Tú pareces haberle dado un sentido
personal innecesario...
Lady Anne mantuvo su defensiva barrera de
silencio. El pardillo llenó el intervalo con un aria de Ifigenia en Táuride.
Egbert la reconoció de inmediato, porque era la única melodía que el pardillo
silbaba, y había llegado a ellos con la reputación de hacerlo. Tanto Egbert
como Lady Anne hubieran preferido algo de El alabardero del castillo, que era
su ópera favorita. En materia artística, tenían gustos similares. Se inclinaban
hacia el arte honesto y explícito; un cuadro, por ejemplo, que contara su
historia con la generosa asistencia de un título. Un corcel sin jinete, con las
guarniciones obviamente desarregladas, que entra a un patio lleno de mujeres
desfallecientes, y que lleva el título “Malas Noticias” les sugiere sin dudas
una catástrofe militar. Pueden comprender lo que significa y explicarlo a
amigos de menor inteligencia. El silencio continuaba. Como regla general, el
descontento de Lady Anne se volvía articulado y marcadamente locuaz después de
cuatro minutos de silencio introductorio. Egbert tomó la jarra de leche y
sirvió un poco en el platillo de Don Tarquino. Como el plato estaba lleno ya
hasta el tope, una desagradable inundación fue el resultado. Don Tarquino la
observó con sorprendido interés, que se transformó de a poco en elaborada
indiferencia cuando Egbert le ordenó que bebiera lo que se había derramado. Don
Tarquino estaba preparado para desempeñar muchos roles en la vida, pero el de
aspiradora no era uno de ellos.
-¿No crees que estamos comportándonos como unos
tontos? -preguntó Egbert jovialmente.
Si Lady Anne lo pensaba, no lo dijo.
-La culpa ha sido en parte mía -continuó Egbert,
con menor jovialidad-. Después de todo, soy un ser humano... Pero tú pareces
olvidar que no soy más que un ser humano...
Insistió en ese punto como si se hubiera
sugerido infundadamente que su constitución se asemejaba a la de un sátiro, con
prolongaciones cabrunas donde finalizaba lo humano.
El pardillo recomenzó su aria de Ifigenia en
Táuride. Egbert comenzó a deprimirse. Lady Anne no estaba bebiendo su té. Tal
vez no se sentía del todo bien. Pero cuando Lady Anne no se sentía del todo
bien, no solía mostrarse reticente al respecto. “Nadie sabe lo que me hacen
sufrir las indigestiones” era una de sus frases favoritas, pero esa falta de
conocimiento sólo podía deberse a la audición defectuosa de los demás, pues la
cantidad de información disponible sobre el tema hubiera suministrado material
suficiente para una monografía. Evidentemente, Lady Anne no se sentía bien.
Egbert comenzó a pensar que no merecía el trato que estaba recibiendo.
Naturalmente comenzó a hacer concesiones.
-Me atrevería a decir -observó, moviéndose hacia
el centro de la alfombra tanto como le permitió Don Tarquino- que la culpa fue
mía. Deseo, si puedo hacer así que las cosas vuelvan a ser felices, emprender
una vida mejor...
Se preguntaba vagamente cómo sería posible hacer
esto. En la edad madura, las tentaciones aparecían sin mayor insistencia, como
un niño pobre que pide sus regalos de navidad en febrero por la simple razón de
no haberlos recibido en diciembre. No tenía más intención de sucumbir a las
tentaciones que la que tenía de adquirir los cuchillos de pescado y las estolas
de piel que las damas se ven obligadas a sacrificar a través de las columnas de
avisos durante doce meses al año. Sin embargo, había algo impresionante en su
voluntaria renuncia a posibles enormidades latentes. Lady Anne no dio señales
de estar impresionada.
Egbert la miró nervioso a través de sus
anteojos. Llevar la peor parte de una discusión con ella no era experiencia
nueva. Llevar la peor parte de un monólogo era una novedad humillante.
-Debo ir a vestirme para la cena -anunció en un
tono en el que intentó poner alguna sombra de severidad. Antes de cerrar la
puerta, un acceso final de debilidad lo impulsó a hacer un nuevo intento:
-¿No estamos comportándonos como unos tontos?
-Como un tonto, sí -fue el comentario mental de
Don Tarquino al cerrarse la puerta detrás de Egbert. Luego levantó en el aire
sus patas aterciopeladas y saltó suavemente sobre un estante de libros
inmediatamente inferior a la jaula del pardillo. Era la primera vez que parecía
notar la existencia del pájaro, pero estaba llevando a cabo un plan de acción
largamente meditado. El pardillo, que se había creído una especie de déspota,
se encogió de repente hasta casi la tercera parte de su tamaño normal, para
sucumbir luego con un inútil aleteo y estridentes chillidos. Había costado 27
chelines sin la jaula, pero Lady Anne no dio señales de intervenir. Hacía dos
horas que estaba muerta.
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El ratón
Teodoro Voler había sido criado, desde la
infancia hasta los confines de la madurez, por una madre afectuosa cuya mayor
preocupación era mantenerlo a raya de lo que solía llamar “realidades
ordinarias de la vida”. Cuando la dama pasó a mejor vida, Teodoro quedó solo en
un mundo mucho más real, y en buena medida más ordinario que lo necesario.
Para un hombre de su temperamento y educación,
hasta un simple viaje en tren estaba lleno de pequeñas molestias y discordias,
y cuando subió a un compartimento de segunda clase una mañana de septiembre,
experimentó sentimientos perturbadores y una descompostura mental general. Se
había hospedado en un iglesia de campo, cuyos habitantes no habían sido, por
cierto, brutales ni bacanales, pero la supervisión que ejercían sobre el
personal doméstico era de una laxitud que llama al desastre. El carruaje que
debía llevarlo a la estación jamás fue aprontado, y cuando el momento de partir
se acercó, el paje que debía aparecer con dicho artículo no estaba en ninguna
parte. Ante tal emergencia, y para su mudo disgusto, Teodoro se vio forzado a
colaborar con la hija del cura en la tarea de enjaezar un pony, para lo que fue
necesario andar a tientas en un cobertizo mal iluminado al que llamaban
establo, y que realmente olía a tal (excepto en algunos sectores, donde tenía
aroma a ratones).
Sin llegar a temerles, Teodoro clasificaba a los
ratones dentro de los incidentes más ordinarios de la vida, y creía que la Providencia, con un
pequeño ejercicio de coraje moral, debería haber reconocido que no eran
indispensables y retirarlos de circulación hace mucho tiempo ya. Al echar a
andar el tren, la imaginación de Teodoro lo acusaba de despedir un ligero aroma
a establo, y posiblemente mostrar una o dos horrendas pajillas en su atuendo
siempre cepillado. Afortunadamente, su única compañera de compartimento, una
dama de aproximadamente su misma edad, parecía más bien inclinada al descanso
que al escrutinio. El tren no se detendría hasta alcanzar la terminal, casi una
hora más tarde, y el vagón era de aquellos antiguos, sin comunicación por medio
de corredores, por lo que ningún otro compañero de viaje iba a entrometerse en
la semi-privacidad de Teodoro.
Sin embargo, cuando el tren no había alcanzado
aún su velocidad normal, Teodoro se percató de pronto de que no estaba solo con
la soñolienta mujer: ¡Ni siquiera estaba solo en la comodidad de sus propios
atuendos! Un movimiento tibio de algo que se arrastraba sobre su piel delató la
molesta presencia, invisible pero conmovedora, de un ratón que evidentemente
había ganado su actual refugio durante el episodio de preparación del pony.
Furtivos pataleos y movimientos violentos con su pierna, sumados a numerosos
pellizcos y golpes con la mano, no lograron desalojar al intruso, cuyo lema,
para colmo, parecía ser "hasta la cima, siempre!". El legítimo dueño
de los pantalones se reclinó contra los cojines y se empeñó en desarrollar
algún medio de poner fin a la posesión compartida. Era imposible continuar por
espacio de una hora en el papel de casa de juguetes para ratones errantes (ya
su imaginación había, por lo menos, duplicado el número de los invasores). Por
otra parte, nada menos drástico que un desnudo parcial ayudaría a deshacerse de
su atormentador, y desvestirse en presencia de una dama, aunque fuera por un
propósito tan loable, era una idea que le hacía poner las orejas coloradas de
vergüenza. Nunca había sido capaz siquiera de exponerse sin zapatos en
presencia del sexo débil.
Sin embargo, la dama en este caso estaba, sin
lugar a dudas, profundamente dormida.
El ratón, por su parte, parecía tratar de
alcanzar la cima de su montaña en pocos minutos. Si hay algo de cierto en la
teoría de la transmigración, este ratón en particular había sido miembro del
club de alpinistas en otra vida. Por momentos, ante su ansiedad, perdía pie y
se despeñaba algunos centímetros y entonces, presa del miedo, o probablemente
del mal humor, lo mordía. Teodoro se encontraba ante la más audaz empresa de su
vida. Adquiriendo el matiz de una remolacha, y manteniendo una desesperada
vigilia a su soñolienta compañera, fijó silenciosamente los extremos de su
manta de viaje a las rejillas a ambos lados del vagón, para que una sustancial
cortina colgara a través del compartimento, dividiéndolo en dos. En el angosto
vestidor improvisado, procedió con prisa a quitar (parcialmente para él, y
totalmente para el ratón) el revestimiento de tweed y semilana. Cuando el
desenmarañado animal brincó hacia el piso, la manta zafó de sus ataduras y
también se precipitó con un pequeño estruendo, y casi simultáneamente la
desvelada mujer abrió los ojos. Con un movimiento casi tan rápido como el del
ratón, Teodoro se arrojó sobre la manta, y estiró su superficie a la altura del
mentón, cubriéndose todo el cuerpo, mientras se desplomaba en la esquina más
lejana del vagón. La sangre fluyó y latió en las venas de su cuello y su
frente, mientras esperaba paralizado que la dama hiciera sonar la campana de
alarma. Ella, sin embargo, se contentó con una silenciosa mirada en dirección a
su compañero. Teodoro se preguntaba cuánto habría visto la mujer, y en todo
caso qué diablos pensaría de su actual postura.
-Creo que he cogido un resfriado -arriesgó,
desesperado.
-Es una pena -replicó ella-. Justo iba a pedirle
que abriera esta ventana.
-Creo que es la malaria -añadió, con los dientes
castañeteando, tanto por miedo como por deseo de apoyar su teoría.
-Tengo un poco de brandy en mi bolso. Si usted
amablemente me lo puede alcanzar -propuso la compañera.
-¡¡¡Ni soñ... Es decir: nunca tomo nada para el
resfrío -aseguró él, honestamente.
-Supongo que se lo pescó en el Trópico...
Teodoro, cuyo conocimiento del Trópico se
limitaba al regalo anual de una caja de té por parte de un tío que vivía en
Ceilán, sintió que hasta la excusa de la malaria se le escurría. ¿Sería posible
revelarle la verdad en pequeñas instancias?
-¿Le teme usted a los ratones? -se aventuró, con
el rostro que adquiría, si acaso fuera posible, un semblante de color aún más
escarlata.
-No. A menos que sean grandes cantidades, como
los que devoraron al Obispo Hatto. ¿Por qué pregunta?
-Hace un instante había uno que intentaba trepar
dentro de mis pantalones -susurró Teodoro, con una voz que no parecía suya-.
Fue una situación por demás incómoda.
-Debió serlo, si es que usted usa pantalones
ajustados -observó ella-. Pero los ratones tienen ideas extrañas sobre la
comodidad.
-Tuve que librarme de él mientras usted dormía
-continuó Teodoro, tragando saliva-. Fue justamente intentando quitármelo de
encima que quedé... en este estado...
-No sabía que quitarse un pequeño ratón de
encima causara un resfriado -exclamó ella, con una frialdad que Teodoro juzgó
abominable.
Evidentemente, la mujer había detectado su
situación y disfrutaba con su confusión. Toda la sangre de su cuerpo parecía
haberse concentrado en el rostro, y una agonía de humillación, peor que una
miríada de ratones, subía y bajaba sobre su alma. Luego, al comenzar a
reflexionar, el pánico reemplazó a la humillación. Con cada minuto que pasaba,
el tren se acercaba a la atestada y bulliciosa terminal, donde docenas de ojos
curiosos reemplazarían al único par paralizante que lo contemplaba desde el
otro rincón del vagón. Había una remota y desesperada chance, que los
siguientes minutos decidirían. Su compañera de viaje podía reasumir su bendito
sueño. Pero al extinguirse los minutos, esa chance se evaporó. La furtiva
mirada que Teodoro le prodigaba de cuando en cuando, revelaba sólo un desvelo
continuo.
-Creo que nos acercamos a la estación -observó
ella.
Teodoro ya había notado, con terror
in-crescendo, los recurrentes grupejos de casuchas que proclamaban el final del
viaje. Las palabras de la dama actuaron como señal. Cual animal acechado que
escapa desesperado en busca de un refugio momentáneo, Teodoro se envolvió con
la manta y luchó frenéticamente contra sus arrugados atavíos. Era consciente de
las numerosas estaciones suburbanas que pasaban raudamente por la ventanilla,
de una sensación de asfixia en su garganta y su corazón, y de un silencio
sepulcral en aquel rincón al que no se atrevía a dirigir la mirada. Después, al
hundirse nuevamente en su asiento, vestido ya, y a punto de enloquecer, el tren
comenzó a detenerse lentamente.
Al fin, la mujer habló:
-¿Sería usted tan amable -dijo-, de buscar un
paje que me ayude a subir a un taxi? Siento mucho molestarlo si no se siente
bien, pero las estaciones de trenes son realmente un dolor de cabeza para una
mujer ciega como yo.
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Tiburcio
Era un frío y lluvioso atardecer de Agosto; esa
indefinida época del año en que las perdices se encuentran bajo protección y no
hay nada que cazar, a menos que uno viva al sur del Canal de Bristol, en cuyo
caso podría, lícitamente, ir tras robustos venados rojos. La casa de campo de
Lady Blemley no quedaba al sur del Canal de Bristol, por eso la totalidad de
sus huéspedes se habían reunido en torno a la mesa de té. Y, a pesar de la
monotonía de la época y la trivialidad de la presente ocasión, el grupo no
mostraba señales de la clase de impaciencia que nace de aguardar, cuanto más,
un poco de música de la pianola o una partida de bridge. La franca y
boquiabierta atención de la congregación entera se centraba en la personalidad
gris de Cornelio Appin. De todos sus invitados, era el que había llegado a Lady
Blemley con la reputación menos clara. Alguien había dicho que era
“inteligente”, y había recibido su invitación ante la moderada expectativa de
su anfitriona de que al menos alguna pizca de su inteligencia contribuyera al
entretenimiento general. No obstante, hasta la hora del té, la dama no había
sido capaz de discernir en qué dirección (si acaso lo hacía en alguna) se
manifestaba dicha inteligencia. No era ni ingenioso ni buen jugador de croquet,
ni poseía fuerzas hipnóticas ni era actor teatral. Tampoco su aspecto exterior
sugería el tipo de hombre a quien las mujeres estuvieran dispuestas a perdonar
una buena medida de deficiencia mental. Él mismo se había escondido tras un
simple “Mister Appin” y el Cornelio parecía producto de un inocente chiste
bautismal. ¡Y ahora estaba afirmando haber realizado un descubrimiento al lado
del cual la invención de la pólvora, la imprenta y la máquina de vapor eran insignificantes
fruslerías! La ciencia había hecho sorprendentes avances en muchas direcciones
durante las recientes décadas, pero esto parecía pertenecer más al dominio de
los milagros que al de los logros científicos.
-¿Y realmente nos pide que creamos -decía Sir
Wilfrid- que ha descubierto un método de instruir a los animales en el arte del
habla humana, y que nuestro querido Tiburcio ha resultado su primer alumno
exitoso?
-Es un problema sobre el que he trabajado casi
17 años -respondió Mister Appin-. Pero sólo durante los últimos 8 o 9 meses he
sido recompensado con chispazos de éxito. Por supuesto, he experimentado con
cientos de animales, pero últimamente sólo con gatos, esas estupendas criaturas
que se han asimilado tan maravillosamente a nuestra civilización y al mismo
tiempo retenido sus instintos feroces altamente desarrollados. De vez en
cuando, uno encuentra entre los gatos algún intelecto superior sobresaliente,
igual que sucede entre los seres humanos. Y cuando tuve el gusto de conocer a
Tiburcio hace una semana, comprendí al instante que estaba en contacto con un
"super-gato" de inteligencia extraordinaria. Había avanzado mucho en
mis recientes experimentos... Con Tiburcio, he alcanzado mi objetivo.
Mister Appin concluyó su extraordinaria declaración
esforzándose para que su voz soltara una inflexión triunfante. Nadie dijo
“tonterías”, aunque los labios de Clovis se movieron en una extraña contorsión
que probablemente invocara esas cuatro sílabas de incredulidad.
-¿Y usted está diciendo -preguntó Miss Resker,
luego de una breve pausa-, que le ha enseñado a Tiburcio a decir y comprender
oraciones simples de una sola sílaba?
-Estimada Miss Resker -respondió pacientemente
el hacedor de milagros-, uno les enseña así, por etapas, a niños pequeños y a
salvajes, también a adultos atrasados... Pero una vez resuelto el problema de
dar el paso inicial con un animal de inteligencia altamente desarrollada, no se
necesita de tales métodos vacilantes. ¡Tiburcio puede hablar nuestro idioma con
perfecta corrección!
Esta vez Clovis dijo, muy claramente,
¡"super-tonterías"! Sir Wilfrid fue más educado, pero igualmente
escéptico.
-¿Por qué mejor no traemos al gato y juzgamos
nosotros mismos? -sugirió Lady Blemley.
Sir Wilfrid fue en busca del animal y los demás
se acomodaron en sus lugares con la lánguida expectativa de ser testigos de
algún ventrilocuismo de salón más o menos hábil.
En menos de un minuto, Sir Wilfrid estaba de
vuelta en la habitación, con el rostro indeciblemente pálido y los ojos dilatados
de la conmoción.
-¡Por Dios! ¡Es verdad!
Su agitación era, indudablemente, genuina y los
oyentes se sobresaltaron, invadidos por una enorme sensación de interés.
Desplomándose sobre un sillón, Sir Wilfrid continuó, casi sin voz:
-Lo encontré dormitando en el cuarto de fumar y
lo llamé para tomar su té. Me miró, con su típica mirada indiferente, y
entonces insistí: "Vamos, Tibu, no nos hagas esperar", y ¡por Dios!,
con la más horriblemente natural de las voces, me respondió "que vendría
cuando le diera la regalada gana". ¡Casi me caigo de espaldas!
Appin había predicado para oyentes absolutamente
incrédulos. La exposición de Sir Wilfrid produjo una sensación de convicción
instantánea. Un babélico coro de exclamaciones de sorpresa se elevó entonces, en
medio del cual el científico permanecía en su asiento, disfrutando en silencio
de los primeros frutos de su estupendo descubrimiento.
En medio del clamor, Tiburcio hizo su entrada a
la habitación y marchó, con pasos de terciopelo y estudiada indiferencia, hacia
el grupo sentado en torno a la mesa de té. Un repentino y gélido silencio de
incomodidad se abatió sobre los presentes. De algún modo, parecía avergonzante
dirigirse en iguales términos a un gato doméstico de reconocida habilidad
dental.
-¿Quieres un poco de leche, Tiburcio? -se
atrevió a preguntar Lady Blemley, con la voz cargada de tensión.
-Me da exactamente lo mismo... -fue la
respuesta, articulada en un tono de suma indiferencia.
Un escalofrío de excitación invadió a los
oyentes y puede perdonarse a Lady Blemley por intentar llenar el platillo de
leche de manera más que temblorosa.
-Me temo que derramé bastante -se excusó.
-Después de todo, no soy yo quien lavará la
alfombra -fue la réplica de Tiburcio.
Otro silencio se adueñó del grupo y fue Miss
Resker, con su mejor manera, quien preguntó si el lenguaje humano había sido
difícil de aprender. Tiburcio la contempló en silencio durante algunos segundos
y, luego, clavó la mirada serenamente en la distancia. Era obvio que las
preguntas tontas estaban fuera de su esquema de vida.
-¿Qué piensas de la inteligencia humana?
-preguntó Mavis Pekington, sin demasiada convicción.
-¿De la de quién en particular? -replicó
Tiburcio, fríamente.
-Bueno... La mía, por ejemplo -dijo Mavis, con
una risa débil.
-Me pone en una posición realmente difícil -dijo
Tiburcio, cuyo tono y actitud no sugerían, por cierto, ni una pizca de
dificultad-. Cuando su invitación a esta fiesta fue sugerida, Sir Wilfrid
protestó, arguyendo que usted era la mujer más estúpida que conocía y que
existía una amplia diferencia entre la hospitalidad y el cuidado de los débiles
mentales. Lady Blemley replicó que su falta de capacidad mental era,
precisamente, la cualidad por la que había obtenido su invitación, ya que era
la única persona lo suficientemente idiota como para comprar su viejo
automóvil. Ese al que llaman “La envidia de Sísifo”, porque sube bastante bien
la colina, siempre y cuando se lo empuje.
Las protestas de Lady Blemley hubieran tenido
mayor efecto si no hubiera sugerido a Mavis, esa misma mañana, que el auto en
cuestión era el coche ideal para su hogar en Devonshire.
El Mayor Barfield interrumpió con decisión,
intentando efectuar una desviación.
-¿Y qué me dices de tus andanzas con la gata
parda del establo, eh?
En cuanto lo hubo dicho, todos se percataron del
grave error.
-Normalmente, uno no discute estos asuntos en
público -respondió Tiburcio, fríamente- De una ligera observación de su
conducta desde que usted está en esta casa, debo imaginar que encontraría inconveniente
si vuelco la conversación hacia sus propios asuntitos...
El pánico que sobrevino a estas palabras no
estaba circunscripto al Mayor…
-¿No quieres ir a ver si la cocinera tiene lista
tu cena? -sugirió apresuradamente Lady Blemley, fingiendo ignorar el hecho de
que faltaban al menos dos horas para la hora de la cena de Tiburcio.
-Gracias -dijo Tiburcio-. Pero acabo de tomar mi
té... No quiero morir de indigestión.
-Los gatos tienen siete vidas... -dijo Sir
Wilfrid, cordialmente.
-Posiblemente -respondió Tiburcio-. Pero sólo un
hígado.
-¡Adelaida! -gritó la señorita Cornett-. ¿Acaso
quieres que este gato le cuente chismes sobre todos nosotros a los sirvientes?
El pánico, en efecto, se había vuelto general.
Una angosta balaustrada ornamental se extendía en frente de la mayoría de las
ventanas de las habitaciones y todos recordaron, con consternación, que ese
había sido el lugar de paseo predilecto de Tiburcio a cualquier hora del día,
desde donde podía mirar las palomas (¡y sabe Dios qué más!). Si quisiera
volverse memorioso en su actual tendencia a la franqueza, el efecto sería más
que desconcertante.
La señorita Cornett, que pasaba mucho tiempo en
su tocador y tenía reputación de poseer actitudes nómadas, lucía tan molesta
como el Mayor. Miss Scrawen, que escribía poesía erótica y llevaba una vida
intachable, se esforzaba por no mostrar irritación; si eres metódico y virtuoso
en privado no necesariamente quieres que todos lo sepan. El rostro de Bertie
Van Tahn, tan depravado a los 17 años que hacía tiempo había dejado de tratar
de ser peor, había adquirido un pálido tono blanco, pero no cometió el error de
salir precipitadamente de la habitación como Odo Finsberry, un joven caballero
que creían estaba estudiando para cura y a quien posiblemente le había
perturbado la sola idea de imaginar los escándalos que podía llegar a oír sobre
los demás. Clovis tuvo la serenidad suficiente para mantener su compostura
exterior; interiormente estaba calculando cuánto tiempo le llevaría conseguir
por correo una caja de ratones para utilizarlos como soborno.
Incluso en una situación tan delicada, Agnes
Resker no pudo soportar permanecer mucho tiempo en segundo plano.
-¡¡¡Por qué tuve que venir aquí!!! -exclamó,
dramáticamente.
Tiburcio aceptó la apertura de inmediato.
-A juzgar por lo que le contó ayer a la señorita
Cornett en la cancha de croquet, la razón principal fue la comida. Describió a
los Blemley como la gente más aburrida que conocía, pero dijo que eran lo
suficientemente inteligentes como para emplear a una cocinera de primer nivel.
De otra manera, difícilmente alguien querría visitarlos por segunda vez.
-¡Nada de eso es cierto! Pregúntenle a la
señorita Cornett... -exclamó la incómoda Agnes.
-Luego -continuó Tiburcio-, la señorita Cornett
repitió su comentario a Bertie Van Tahn, agregando que: "Esa mujer es una
verdadera muerta de hambre. Sería capaz de hacer cualquier cosa por cuatro
buenas comidas al día". A todo esto, Bertie Van Tahn respondió que...
Gracias a Dios, en este punto la crónica cesó.
Tiburcio había divisado al inmenso Tomás, de la rectoría, atravesando los
arbustos para dirigirse hacia el establo. En un abrir y cerrar de ojos, se
esfumó como un relámpago por la ventana.
Con la desaparición de su brillante alumno,
Cornelio Appin se vio acosado por un huracán de amargas censuras, ansiosas
indagaciones y atemorizados ruegos. La responsabilidad de la situación era
suya, y era él quien debía impedir que las cosas empeoraran. ¿Podía Tiburcio
impartir su peligroso don a otros gatos?, fue la primera pregunta que tuvo que
responder. Era posible -explicó- que pudiera haber iniciado a su íntima amiga,
la gata del establo, en sus nuevas dotes, pero resultaba improbable que su
enseñanza pudiera haberse extendido más allá.
-Entonces -reflexionó la señorita Cornett-, a
pesar de que Tiburcio sea un gato valioso y una gran mascota, estoy segura de
que estarás de acuerdo, Adelaida, que tanto él como el gato del establo deben
ser suprimidos sin demora...
-No creerás que disfruté estos últimos quince
minutos, ¿verdad? -bufó Lady Blemley, con amargura-. Mi marido y yo queremos
mucho a Tiburcio (al menos, lo hacíamos antes de que este horrible don le fuera
infundido). Pero ahora, por supuesto, lo único por hacer es sacrificarlo cuanto
antes.
-Podemos poner estricnina en las sobras que son
su cena -dijo Sir Wilfrid-. Y yo mismo ahogaré a la gata del establo. Al
cochero no le agradará perder a su mascota, pero le diré que un tipo de sarna
muy contagioso ha atacado a ambos gatos y que tenemos miedo de que se propague
a los perros de caza.
-¡Pero mi gran descubrimiento! -protestó Mister
Appin-. ¡Luego de tantos años de investigaciones y experimentos!
-Si quiere puede experimentar con las ovejas de
la granja, que están bajo adecuado control -dijo la señorita Cornett-, o con
los elefantes del jardín zoológico. Dicen que son muy inteligentes y tienen
esta ventaja: no andan arrastrándose por nuestros dormitorios ni por debajo de
nuestras sillas...
Un arcángel que proclama en éxtasis el Milenio y
que descubre que la fecha coincide fatalmente con las regatas de Hemey y tendrá
que posponerse indefinidamente, podría difícilmente haberse sentido más
alicaído que Cornelio Appin ante la recepción de su maravilloso logro: A pesar
de todo, la opinión pública estaba en su contra (de hecho, si se hubiera
consultado sobre el tema a la voz general, es probable que una fuerte minoría
de votos hubieran estado en favor de incluirlo a él también en la dieta de
estricnina).
El nervioso deseo de que el asunto se terminara
de una buena vez impidió la inmediata partida de los invitados a la fiesta de
campo, pero esa noche la cena no fue un éxito social. Sir Wilfrid había pasado
un mal rato con la gata del establo y, posteriormente, con el cochero. Agnes
Resker limitó su apetito a un pedazo de tostada seca que mordisqueó como si
fuese un enemigo personal, mientras que Mavis Pellington guardó un rencoroso
silencio durante toda la comida. Lady Blemley trató de mantener una buena cuota
de lo que esperaba fuera conversación, pero su atención estaba fija en la
puerta. Un plato de sobras de pescado, con pequeñas dosis de veneno aplicadas
cuidadosamente, estaba listo sobre el aparador, pero tanto los platos dulces y
los salados como el postre pasaron y no hubo señales de Tiburcio ni en el
comedor ni en la cocina.
La sepulcral cena fue alegre en comparación a la
posterior vigilia en el cuarto de fumar. La comida y la bebida habían por lo
menos suministrado una distracción y un amparo a la turbación reinante. Jugar
al bridge estaba fuera de cuestión dentro de la tensión y el mal humor general
y, luego de que Odo Finsberry ofreciera una lúgubre versión de "Melisenda
en el bosque" a una frígida audiencia, la música fue tácitamente evitada.
A las once, los sirvientes se fueron a dormir, anunciando que la pequeña
ventana de la despensa había quedado abierta como de costumbre para uso privado
de Tiburcio. Los invitados leyeron ininterrumpidamente toda la colección de
revistas y, gradualmente, fueron a la biblioteca y arremetieron contra los volúmenes
de Punch. Lady Blemley visitaba periódicamente la despensa, pero regresaba una
y otra vez con una expresión triste que hacía superfluo todo cuestionamiento.
A las dos en punto, Clovis rompió el silencio
imperante:
-No regresará esta noche. Probablemente en este
preciso momento esté en la oficina del periódico local, dictando la primera
entrega de sus memorias...
Habiendo hecho su contribución a la alegría
general, Clovis se fue a dormir. A largos intervalos, los demás huéspedes
siguieron su ejemplo.
Los sirvientes que sirvieron el té de la mañana
hacían un anuncio uniforme en respuesta a una pregunta uniforme: Tiburcio no
había regresado.
El desayuno fue, incluso, una función más
desagradable que la cena de la noche anterior. Pero, antes de su conclusión, la
situación se alivió: El cadáver de Tiburcio fue recogido de entre los arbustos,
donde un jardinero acababa de descubrirlo. Por las mordidas en su garganta y la
piel amarilla que cubría sus garras, era evidente que había caído en combate
desigual con el inmenso Tomás.
Hacia mediodía, la mayoría de los invitados
habían abandonado la casa y, luego del almuerzo, Lady Blemley había recuperado
lo suficiente su ánimo para escribir una carta extremadamente antipática a la
rectoría quejándose por la pérdida de su valiosa mascota.
Tiburcio había sido el único alumno exitoso de
Appin y estaría destinado a no tener sucesores. Unas pocas semanas más tarde,
un elefante del jardín zoológico de Dresde, que no había mostrado ninguna señal
previa de irritabilidad, saltó de su jaula y mató a un inglés que,
aparentemente, había estado molestándolo. El apellido de la víctima fue
reportado en los periódicos como “Oppin”, o “Eppelin”, pero su nombre era, con
exactitud, Cornelio.
-Si estaba tratando de enseñarle verbos
irregulares en alemán a la pobre bestia... -sentenció Clovis- ...tuvo su
merecido.