Como les comenté, les dejo una tarea para el jueves siguiente a la evaluación. Leerán este cuento de Silvina Ocampo, "Las fotografías", y observaran que les marqué en negrita y subrayado algunos conectores. Indiquen qué tipo de conectores son y qué ideas están relacionando dentro del texto.
Corina Laita
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Las
fotografías
de Silvina Ocampo
Llegué con
mis regalos. Saludé a Adriana. Estaba sentada en el centro del patio, en una
silla de mimbre, rodeada por los invitados. Tenía una falda muy amplia, de
organdí blanco, con un viso almidonado, cuya puntilla se asomaba al menor
movimiento, una vincha de metal plegadizo, con flores blancas, en el pelo, unos
botines ortopédicos de cuero y un abanico rosado en la mano. Aquella vocación
por la desdicha que yo había descubierto en ella mucho antes del accidente, no
se notaba en su rostro.
Estaban la Clara , estaba Rossi, el Cordero, Perfecto y Juan,
Albina Renato, María, la de los anteojos, el Bodoque Acevedo, con su nueva
dentadura, los tres pibes de la finada, un rubio que nadie me presentó y la
desgraciada de Humberta. Estaban Luqui, el Enanito y el chiquilín que fue novio
de Adriana, y que ya no le hablaba. Me mostraron los regalos: estaban
dispuestos en una repisa del dormitorio. En el patio, debajo de un toldo
amarillo, habían puesto la mesa, que era muy larga: la cubrían dos manteles.
Los sándwiches de verdura y de jamón y las tortas muy bien elaboradas,
despertaron mi apetito. Media docena de botellas de sidra, con sus vasos correspondientes,
brillaban sobre la mesa. Se me hacía agua la boca. Un florero con gladiolos
naranjados y otro con claveles blancos, adornaban las cabeceras. Esperábamos
la llegada de Spirito, el fotógrafo: no teníamos que sentarnos a la mesa ni
destapar las botellas de sidra, ni tocar las tortas,hasta que él llegara.
Para hacernos reír, Albina Renato bailó La
muerte del Cisne. Estudia bailes clásicos, pero bailaba en broma.
Hacía calor y había moscas. Las flores de las
catalpas ensuciaban las baldosas del patio. Los hombres con los periódicos,
las mujeres con pantallas improvisadas o abanicos, todo el mundo se abanicaba
o abanicaba las tortas y sándwiches. La desgraciada de Humberta, lo hacía con
una flor, para llamar la atención. Qué aire puede dar, por mucho que se agite,
una flor.
Durante una hora de expectativa en que todos nos
preguntábamos al oír el timbre de la puerta de calle si llegaba o no llegaba
Spirito, nos entretuvimos contando cuentos de accidentes más o menos fatales.
Algunos de los accidentados habían quedado sin brazos, otros sin manos, otros
sin orejas. "Mal de muchos, consuelo de algunos", dijo una viejita,
refiriéndose a Rossi, que tiene un ojo de vidrio. Adriana sonreía. Los
invitados seguían entrando. Cuando llegó Spirito, se destapó la primera
botella de sidra. Por supuesto que nadie la probó. Se sirvieron varias copas y
se inició el larguísimo preludio al esperado brindis.
En la primera fotografía, Adriana, a la cabecera
de la mesa, trataba de sonreír con sus padres. Dio mucho trabajo colocar bien
el grupo, que no armonizaba: el padre de Adriana era corpulento y muy alto, los
padres fruncían mucho el ceño, sosteniendo en alto las copas. La segunda
fotografía no dio menos trabajo: los hermanitos, las tías y la abuela se
agrupaban desordenadamente alrededor de Adriana, tapándole la cara. El pobre
Spirito tenía que esperar pacientemente el momento de sosiego, en que todos
ocupaban el lugar por él indicado. En la tercera fotografía, Adriana blandía el
cuchillo, para cortar la torta, que llevaba escrito con merengue rosado su
nombre, la fecha de su cumpleaños y la palabra FELICIDAD, salpicada de
grageas.
-Tendría que ponerse de pie -dijeron los
invitados. La tía objetó:
-Y si los pies salen mal.
-No se aflija -respondió el amable Spirito-, si
quedan mal, después se los corto.
Adriana hizo una mueca de dolor y el pobre
Spirito tuvo que fotografiarla de nuevo, hundida en su silla, entre los
invitados. En la cuarta fotografía, sólo los niños rodeaban a Adriana; les
permitieron mantener las copas en alto, imitando a los mayores. Los niños dieron
menos trabajo que los grandes. El momento más difícil no había terminado.
Había que llevar a Adriana al dormitorio de su abuela para que le sacaran las
últimas fotografías. Entre dos hombres la cargaron en la silla de mimbre y la
pusieron en el cuarto, con los gladiolos y los claveles. Allí la sentaron en un
diván, entre varios almohadones superpuestos. En el dormitorio, que medía
cinco metros por seis, había aproximadamente quince personas, enloqueciendo al
pobre Spirito, dándole indicaciones y aconsejando a Adriana las posturas que
debía adoptar. Le arreglaban el pelo, le cubrían los pies, le agregaban
almohadones, le colocaban flores y abanicos, le levantaban la cabeza, le
abotonaban el cuello, le ponían polvos, le pintaban los labios. No se podía ni
respirar. Adriana sudaba y hacía muecas. El pobre Spirito esperó más de media
hora, sin decir una palabra; luego, con muchísimo tacto, sacó las flores que habían colocado
a los pies de Adriana, diciendo que la niña estaba de blanco y que los
gladiolos naranjados desentonaban con el conjunto. Con santa paciencia, Spirito
repitió la consabida amenaza:
-Ahora va a salir un pajarito.
Encendió las lámparas y sacó la quinta
fotografía, que terminó en un trueno de aplausos. Desde afuera, la gente decía:
-Parece una novia, parece una verdadera novia.
Lástima los botines.
La tía de Adriana pidió que fotografiaran a la
niña con el abanico de su suegra, en la mano. Era un abanico con encaje de
Alenzón, con lentejuelas, y cuyas varillas de nácar tenían pequeñas pinturas
hechas a mano. El pobre Spirito no juzgó de buen gusto introducir en la
fotografía de una niña de catorce años un abanico negro y triste, por valioso
que fuera. Tanto insistieron, que aceptó. Con un clavel blanco en una mano y
el abanico negro en la otra, salió Adriana en la sexta fotografía. La séptima
fotografía motivó discusiones: si se sacaría en el interior del cuarto o en el
patio, junto al abuelo maniático, que no quería moverse de su rincón. La Clara dijo:
-Si es el día más feliz de su vida, cómo no la
van a fotografiar junto al abuelo, que tanto la quiere. Luego explicó:
-Desde hace un año esta niña se ha debatido
entre los brazos de la muerte, ha quedado
paralítica.
La tía declaró:
-Nos hemos desvivido por salvarla, durmiendo a
su lado en los pisos de baldosa de los hospitales, dándole nuestra sangre en
transfusiones, y ahora, en el día de su cumpleaños, vamos a descuidar el
momento más solemne del banquete, olvidando de ponerla en el grupo más
importante, junto a su abuelo, que siempre fue su preferido.
Adriana se quejaba. Creo que pedía un vaso de
agua, pero estaba
tan agitada que no podía pronunciar ninguna palabra; además, el estruendo que hacía la gente al moverse y al hablar
hubiera sofocado sus palabras, si ella las hubiera pronunciado. Dos hombres la llevaron, de
nuevo, en la silla de mimbre, al patio y la pusieron junto a la mesa. En ese
momento se oyó de un altoparlante la canción ritual de Feliz cumpleaños.
Adriana en la cabecera de la mesa, al lado del abuelo y de la torta con
velitas, posó para la séptima fotografía, con mucha serenidad. La desgraciada
de Humberta logró introducirse en el retrato en primer plano, con sus omóplatos
descubiertos y despechugada como siempre. La acusé en público por la
intromisión, y aconsejé al fotógrafo que repitiera la fotografía, lo que hizo
de buen grado. Resentida, la desgraciada de Humberta se fue a un rincón del
patio; el rubio que nadie me presentó la siguió y para consolarla le sopló algo al oído. Si no hubiera sido
por esa desgraciada la catástrofe no habría sucedido. Adriana estaba a punto
de desmayarse, cuando la fotografiaron de nuevo. Todos me lo agradecieron.
Destaparon las botellas de sidra; las copas rebalsaban de espuma. Cortaron las
dos tortas en tajadas grandotas, que se repartieron en cada plato. Estas cosas
llevan tiempo y atención. Algunas copas se volcaron sobre el mantel: dicen que
trae suerte. Con la punta de los dedos, nos humedecimos la frente. Algunos mal
educados habían bebido ya la sidra antes del brindis. La desgraciada de
Humberta dio el ejemplo, y le pasó la copa al rubio. No fue sino más tarde,
cuando probamos la torta y brindamos a la salud de Adriana, que advertimos que
estaba dormida. La cabeza colgaba de su cuello como un melón. No era extraño
que siendo aquella su primera salida del hospital, el cansancio y la emoción
la hubieran vencido. Algunas personas se rieron, otras se acercaron y le
golpearon la espalda para despertarla. La desgraciada de Humberta, esa
aguafiestas, la zarandeó de un brazo y le gritó:
-Estás helada.
Ese pájaro de mal agüero, dijo:
-Está muerta.
Algunas personas alejadas de la cabecera,
creyeron que se trataba de una broma y dijeron:
-Como para no estar muerta con este día.
El Bodoque Acevedo no soltaba su copa. Todos
dejaron de comer, salvo Luqui y el Enanito. Otros, disimuladamente, guardaban
trozos de torta estrujada y sin merengue, en el bolsillo. ¡Qué injusta es la
vida! ¡En lugar de Adriana, que era un angelito, hubiera podido morir la
desgraciada de Humberta!
Fin
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